miércoles, 29 de febrero de 2012

Doña Soledad.

Esta entrada se la quiero dedicar a una persona que sé con certeza que no ha leído nunca mi blog, más que nada porque no dispone de tanto tiempo como para sentarse a leer cualquier pensamiento que se me pasa por la cabeza y por que creo que ni siquiera sabe que escribo. Sé que quizás jamás sepa acerca de esta entrada, mas lo único que pretendo con este relato contado a continuación es ofrecer a mis fieles lectores una pequeña pero profunda reflexión, fácil de entender, sobre algunos aspectos de la vida esta, rutinaria y, a la vez, volátil y huidiza. 

Sin más dilación, Doña Soledad.

Doña Soledad era una señora ya entrada en años, viuda de Alegría, Gabriel Alegría -un señor muy conocido en el pueblo, todos hablaban muy bien de él incluso después de su muerte- y, por lo tanto, cansada de la monotonía de los días vacíos e insólitos. Cuando murió su marido, él se llevó a la tumba todas sus ilusiones y sus ganas de comerse el mundo, de salir, de entrar, de ir de excursión  a la montaña con sus hijos, de ir a veranear a la casa de la abuela en la playa, de ir en invierno a visitar a los tíos y primos al norte, a ver la nieve, de celebrar fiestas tan bonitas como la navidad.... Perdió el sentido de su vida. 

Entró en una crisis interna de la que solo ella misma se podía salvar, tan solo tendría que mirarse al espejo y decirse: "hoy voy a ser yo quien haga feliz a mis hijos". Soledad tenía dos hijos mellizos, un chico y una chica, que se esforzaban por devolverle a su madre el brillo que perdió cuando, como ella decía, "Dios la abandonó a su suerte" o, lo que era lo mismo, cuando él murió. 

Su hija, una chica muy guapa, alta, de piernas largas, cadera alta y cintura estrecha, vientre plano -salía a su abuela- y pecho apenas existente; también acabó perdiendo el brillo de luz de ojos miel, se oscurecieron. Tras el terrible suceso, cortó su melena morena por los hombros y dejó de sonreír sin motivo. Tuvo que madurar de golpe, sin elección y bajo la presión de que debía ayudar a su madre a superar la depresión y a su hermano, que también era propenso a caer en el pozo de la triste amargura. 

Él fue, sin embargo, quien más ayudó a su madre al principio. Su sonrisa no llegó nunca a desaparecer del todo. Por muy triste que estuviera, consiguió vencer esa sensación de vacío para poder mostrar a los demás que, al menos él, era ya lo suficientemente maduro como para afrontar la realidad y vivir con ello. Sus ojos, sin embargo, también pasaron a ser más oscuros, a pesar de que nadie notase el cambio. Él era de constitución dedil, enclenque, de pocas carnes por naturaleza y, con todo, dejó de comer varias semanas -o, al menos no lo hacía delante de su madre, siempre se levantaba de la mesa  con el plato medio lleno- tras la muerte de su padre. 

Entre ambos intentaron reanimarla, mas ella no quería y, sobre todo, no se dejaba ayudar. El primer año no quiso ver a absolutamente ningún miembro de ambas familias a excepción de sus hijos. Nadie entendió su postura, pues lo lógico era que se apoyasen unos a otros y salir a flote juntos. Ella no. Ella no le encontraba sentido a quitar los visillos de la tristeza en la ventana de su vida. No quería seguir mirando a través de ella. Prefería cerrar los ojos y soñar con antaño, con cuando eran novios, cuando todo era más fácil, cuando tenía la ilusión de empezar una nueva vida en un nuevo pueblo, cultivar un huerto, plantar manzanos, ir a la plaza día a día, ir a la montaña de paseo, de la mano, hacer pic-nics, coger la moto y dar una vuelta a la sierra de Ronda...

Pero nada de eso volvería. Y eso producía que, una vez más, corrieran lágrimas por el arrugado rostro de la señora Soledad. Solamente con el mero hecho de recordar su voz pronunciando "Sole, sonríeme." sentía una puñalada invisible en el centro de su pecho, cuyo veneno se extendía por todo su cuerpo, hasta matar las mariposas del estómago, aquellas que nacieron tras la primera mirada del fallecido, cincuenta años atrás. 

Se conocieron en un puesto de flores del mercadillo de los domingos. Sobre las doce del medio día, un día de abril. Él compró flores para su amada y ella pasaba por allí, distrídamente, buscando a su hermana porque iban juntas y ella se adelantó a un puesto de garrapiñadas y luego la perdió de vista. Le confundió con un amigo que tenía en la sierra y que tan solo se pasaba por el pueblo en primavera y le saludó pensando que era él. Se disculpó varias veces por haberle hablado así a un desconocido. Él sonrió y soltó una larga carcajada tras observar la preocupación del rostro de la chica por tal estupidez. Ella siempre tendía a agravar las consecuencias de sus actos.

Resultaron ser parientes. Sus abuelos eran primos o, al menos eso pensaba su abuelo de él puesto que el de ella no vivía cuando se conocieron. Meses más tarde, tras la partida de la novia de Gabriel a Sevilla por motivos de estudios, nació el amor entre ellos. No eran lo que se llamaba en el pueblo "amigos", eran más bien conocidos de vista, se saludaban... Pero pocas eran las veces que quedaban para tomar algo en el bar de la calle principal del centro. 

Se fueron a vivir a Dos Hermanas, con mucha ilusión. Él era profesor de literatura y ella se buscó un pequeño trabajo como camarera; después trabajó en una panadería. Tuvieron que regresar al pueblo tras nacer los mellizos. Allí estaban todos los tíos por parte de padre y sus abuelos paternos también. Los chicos se criaron allí. Le cogieron gusto a la escuela, al ambiente pueblerino, al aire cargado de oxígeno día a día, al verde de los árboles, a la tranquilidad de la sombra en verano. 

Pero nada es para siempre. Un día, como otro cualquiera, le arrebataron a doña Soledad la felicidad: su marido murió. Se fue y no volvió. Nadie pudo contar cómo fue, tan solo sabían que había muerto en la fría y húmeda carretera de la sierra de Ronda, tras caer de la moto en una mala curva. Encontraron los restos de la moto al día siguiente, no muy lejos de la casa del tío Jaime, en la montaña. 

Se lo avía advertido. Se lo avía advertido como unas mil veces seguidas. "No estoy del todo convencida de que debas salir esta mañana, tras haber llovido de noche." Tan solo era una tormenta veraniega, no iba a pasar nada. Él sabía como el que más enfrentarse a la carretera, domar a su motocicleta y volar sobre las ruedas. "Ojalá solo se hubiera partido una pierna.", se estremecía Soledad. Nada hubiese cambiado. 

Pero ya era tarde para arrepentirse. La decisión ya estaba tomada, el camino ya estaba elegido, el rumbo ya estaba escrito. Y le condujo a la misma muerte. Un nuevo estremecimiento sacudió de pies a cabeza a Soledad. Ella hizo jurar a sus hijos que no volverían a montarse en una moto. Y ella misma lo juró. 

Vivía, desde entonces, con los ojos hundidos en sus ojeras, con la inexpresividad de una muñeca de porcelana con un brazo roto, con los hombros caídos y con dolor de rodillas cada vez y bajaba y subía las escaleras de caracol de su casa.

No estaba dispuesta a cambiar nada. Se anclaba en el pasado y se preocupaba en exceso del futuro, sobre todo en el de sus hijos; dejaba pasar el presente, sin pena ni gloria, con más apatía que desesperanza. Las mujeres del pueblo, cada vez que la veían, la intentaban animar con su alegría natural, con algún que otro piropo, algún que otro "Venga, mujer, que hoy es fiesta en el pueblo" o "Que hoy luce un sol precioso; no te quedes en casa, vente a mi casa y charlamos". Pero ella nunca lo hacía, nunca quedaba con sus amigas, por miedo.

Ellas, por el contrario, la visitaban a menudo, tomaban café por las tardes. Alguna que otra señora de entre su grupo de amistades le contaba el cotilleo de turno o su vida personal. El caso era distraerla. Había desaprendido a vivir.

Gabriel, su hijo, pensó esperanzado que quizás su madre saldría del circulo de amargura en el que su madre había entrado con su boda con Esperanza en Sevilla. Eso la animaría, o eso creía él. No se esperaba que fuera a derrumbarse en la iglesia. Él estaba profundamente enamorada de Esperanza, llevaban mucho tiempo juntos y llevaban otro tanto pensado en casarse formalmente.

Era el sueño de Esperanza. Una gran boda, que reconciliase a todos sus familiares y parientes con sus amigos y con los conocidos de su novio. También soñaba con su vestido de boda desde que fue por primera vez a una, a la de su prima, cuando tan solo tenía seis años y dos huecos en la sonrisa.

Soledad veía en Esperanza la luz que ella tenía cuando empezó a descubrir las maravillas de la vida: enamorarse, casarse, comprar un pisito en el pueblo, formar una familia... Los días que precedían al gran evento, suegra y nuera fueron juntas a la heladería del pueblo para charlar. Los ojos verdes de Esperanza, grandes y vistosos, muy expresivos, sorprendieron a Soledad gratamente. Se conocían desde hacía mucho, pero jamás la había visto tan nerviosa.

Ana, la hermana de Gabriel, también quedó con ella pero esta vez en Sevilla para buscar juntas el vestido perfecto. Ellas eran buenas amigas, a pesar de que se veían más bien poco. Esperanza se decantó por un vestido blanco de palabra de honor, largo y con mucho vuelo. Ana, por el contrario, odiaba todo el tema de las bodas, decía que no era necesario tal cosa cuando ya vivía con la persona de sus sueños día a día en su propia casa, nada cambiaba que estuviesen o no unidos en santo matrimonio. A parte, no creía en la iglesia. Prefería abstenerse a comentar sobre temas religiosos; su hermano, no obstante, no pensaba lo mismo.



~~Continuará~~


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